Hace unos días comía en un restaurante en el Monte de Santa Ana, en el término de Llosa de Ranes, un lugar muy bonito, por cierto.
En el salón del restaurante se celebraba una boda sin nada de particular. Algo de corrillo se creó cuando alguien de nuestra mesa comentó 'se casan dos chicas', unas cuantas estiradas de cuello, un poco de tortículis y luego, cada uno a lo suyo.
Los invitados; hombres, mujeres, niños, viejos, jóvenes... todos reían igual que si se casaran 'personas normales' todos eran felices, nadie aparentaba estar viviendo la ruptura de nada sagrado, nadie resultó ofendido... estoy convencido de que estadísticamente, en aquel grupo tan variopinto habría gentes de diferentes credos, ideologías, orientación sexual (reconocida u oculta), etc.
Entonces recordé las algaradas callejeras organizadas tras la aprobación legal que permitió que aquella boda se celebrara. Y me felicité de que mi hija asumiera con normalidad aquella boda y pensé que cuando ella tenga treinta y tantos no estirará el cuello ni cuchicheará cuando dos personas que se quieren decidan compartir su amor con su familia y amigos, y pensará en aquellos que salieron a la calle como extraños personajes; iguales a los que salieron cuando se aprobó el divorcio, iguales a los que protestaron por el voto para las mujeres, o iguales que los que quemaban los libros que defienden la evolución, o aquellos anteriores que quemaban los que decían que la tierra no era el centro del universo... y la familia seguirá existiendo.
A esas chicas les pedimos que salieran del armario, les dijimos que no eran bichos raros, pero no les dábamos el derecho a ser normales... ahora sí, ahora pueden integrarse en la sociedad como una pareja más porque lo suyo es un matrimonio con todas las de la Ley (la Ley en mayúsculas, la ley de Dios para los creyentes). Así que sólo me queda desearles la mayor felicidad en una sociedad más justa y... ¡que vivan las novias!
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